El día en que EEUU casi le declara la guerra a Chile
Una vez finalizada la Guerra civil chilena de 1891 que puso fin al Gobierno de Balmaceda, una pelea de curados entre marinos norteamericanos y civiles chilenos fue el incidente que casi desencadenó la guerra entre Estados Unidos y Chile. El periodista Rodrigo Lara en su libro La Patria Insospechada recrea los hechos que, a su juicio, también sirvieron para que Washington se convirtiera años más tarde en superpotencia de los mares.
Corría 1892. Por suerte, en medio de la histeria prebélica, algunas cabezas no renunciaban al saludable hábito de pensar por sí mismas. No sin ironía W.E. Bailey, miembro de la National Electric Manufacturing Company —un competidor de las empresas de Edison—, comentó que le parecía “muy divertido el esquema del Gran Mago (Edison) para matar enemigos en una guerra con Chile”. Y que más gracia le producía que ello fuera tomado tan en serio por el país, ya que “Edison nunca ha podido producir corriente alterna y su sugestión muestra que no entiende sus aplicaciones prácticas”.
La imagen resultaba tranquilizadora: cuando los soldados chilenos desembarcaran masivamente en las costas de California, los heroicos defensores de San Francisco, Santa Bárbara u Oakland los freirían vivos con la nueva superarma desarrollada por Thomas Alva Edison, ¡los chorros de agua electrificada! ¿Podía dudarse acaso de la efectividad de este nuevo invento del creador de la ampolleta y la silla eléctricas? Los diarios y revistas patrioteros pusieron por el cielo al hombre que, apenas un año antes, había anunciado el asombroso “cinematógrafo”.
“El rayo de agua electrificada” era pura ciencia ficción. O, no sería raro, marketing. Pero ¿la guerra Chile-EE.UU. era acaso pura “política ficción”?
Todo había comenzado pocos meses atrás, en medio de la guerra civil de 1891. Los enemigos del presidente Manuel Balmaceda, la mayoría de los integrantes del Congreso, estaban sublevados. Con el apoyo de la Marina, habían creado una “Junta de Gobierno” en Iquique. Desde allí, gracias a las grandes empresas de la industria del salitre, encargaban la compra de armas en distintos lugares del mundo, ya que el ejército seguía siendo leal al Poder Ejecutivo. Uno de ellos era Estados Unidos. Precisamente por esa razón enviaron al carguero Itata al puerto Oakland para recoger 8 mil fusiles, comprados por dos de sus agentes, los Sres. Trumbull y Burt. El embajador del Gobierno chileno en Washington, Prudencio Lazcano, se enteró del hecho y logró que la justicia de San Francisco detuviera a Trumbull y ordenase el embargo de las armas. Pasó lo inesperado: No obstante tener unos marshalls a bordo para impedir cualquier maniobra, el capitán del Itata huyó con la nave y el Departamento de Defensa de EE.UU. lanzó en su persecución a los dos cruceros que tenía en San Francisco. Uno de ellos el USS Baltimore.
Los rebeldes en Iquique, por su parte, enviaron el crucero Esmeralda para defender al Itataencontró a la altura de Costa Rica. A partir de acá los datos son confusos. Sea por prevención de un combate abierto, inoperancia u órdenes, las naves norteamericanas no detuvieron a los navíos chilenos en alta mar. Las dos flotillas llegaron juntas a Iquique. Allí, una de las naves de guerra “gringas” se quedó fuera del puerto y la otra entró en él, abordando al Itata. Los rebeldes no querían ni podían arriesgar que Washington se uniera abiertamente al Gobierno de Balmaceda, con quien simpatizaba, de manera que —tras negociar— se llegó a un acuerdo: los best Replica Watches marineros norteamericanos permitieron que se desembarcara parte de los pertrechos bélicos, a cambio de que el Itata regresara a California y pagase una multa por la violación de las leyes de neutralidad. Como bien lo relata Mario Barros en su Historia Diplomática de Chile, “las dos partes estaban jurídicamente descaminadas. Chile no podía autorizar la fuga del Itata, pero EE.UU. tampoco tenía derecho a internarse en aguas territoriales chilenas y capturar una nave nacional”.
El asunto derivó en un caso que llegó a la Corte Suprema estadounidense, la cual ordenó pagar una indemnización a Chile y, a la vez, ratificó la multa al Itata. En el intertanto se supo que otra nave chilena, el Maipo, había logrado sacar clandestinamente armas —también desde California (solo para perderlas al hacer una escala en el Callao)— y los rebeldes habían ganado la guerra civil.
De pronto, estos chilenos que hacían lo que se les daba la gana en el océano Pacífico encajaron perfectamente en las necesidades del creciente bloque político en Estados Unidos, que deseaba abandonar la política antimilitarista y antintervencionista imperante (la historiadora Bárbara Tuchman resumía tal actitud recordando cómo, al proponerse la creación del título de “almirante”, un congresista de los tiempos revolucionarios exclamó, furioso, “¿Llamarles almirantes? ¡Nunca! ¡Luego querrán que les llamemos duques!”).
Ya no era más así. En 1891, muchos almirantes estadounidenses habían leído el best-seller de no ficción del momento, La influencia del poder naval en la Historia (editado en 1890) escrito por el capitán Alfred Taylor Mahan. Este decía que los países o imperios que dominaban los mares ganaban las guerras y derrotaban a sus enemigos. Siempre. Y no hacía cuatro años que William C. White, secretario de Marina, había indicado que concordaba con Mahan en que la flota de EE.UU. “no era rival para la armada de Chile, y mucho menos para la de España”.
El terreno estaba abonado. El 16 de octubre de 1891 el USS Baltimore —anclado en Valparaíso— permitió que, por primera vez, sus 117 tripulantes bajaran a tierra. Estos fueron al bar True Blue y se emborracharon. Una versión, convenientemente chauvinista, dice que un marinero yanqui escupió un retrato de Arturo Prat y ahí se armó la grande. Otra, convenientemente balmacedista, que matones del nuevo Gobierno veían a los yanquis como aliados del Gobierno derrocado y los provocaron. Sea como fuere, combos fueron, combos vinieron: se necesitó a 40 policías para terminar la gresca. Al disiparse el polvo había casi medio centenar de marineros y diez chilenos presos… y dos tripulantes muertos.
Desde Washington se hizo saber que esperaban un pedido formal de disculpas por la “evidente” animosidad chilena. En Santiago se respondió que en Chile el Poder Judicial era independiente y, hasta que se terminara la investigación, no había nada que comentar. Los diarios de ambos países, influenciados tanto por vender como por intereses partidarios, impulsaron la histeria bélica. Parecía una tormenta en un vaso de agua (de esos chicos). Entonces, para sorpresa de todos, el presidente de los Estados Unidos, Benjamin Harrison, en el tradicional discurso sobre el estado de la Unión del 8 de diciembre de 1891, habló del incidente ante el Congreso en pleno. De inmediato, la embajada inglesa y otras advirtieron a Chile que Washington pensaba invadir la zona de las salitreras. Usando una resolución confidencial, el 25 de enero de 1892, el Senado de EE.UU. “le dio carta blanca (a Harrison), incluyendo la declaración de guerra si era necesario”. Los cruceros Boston y Yorktown fueron enviados de inmediato rumbo a Chile. Sin saberlo, pero ya alarmado por el enredo, ese mismo 25 el presidente chileno Pedro Montt tomó la decisión de pedir disculpas y las envió a EE.UU., donde Harrison informó al Congreso de ellas el 28. El pago de indemnizaciones a las familias de los dos marineros muertos selló el asunto y los sables dejaron de afinarse entre sí.
Hubo un ganador claro en todo este alboroto: los partidarios del expansionismo militar en EE.UU. Y entre ellos uno muy especial: Theodore Roosevelt, el futuro presidente de la política del “Gran Palo” (Big Stick). No mucho tiempo después, la esposa del político, en una conversación, comentaría sobre esas jornadas, “¿Te acuerdas cómo acostumbrábamos a llamar el Voluntario Chileno a Theodore y burlarnos de él por sus sueños de encabezar una carga de caballería?”.
No serían meros sueños. En EE.UU., luego del “asunto chileno”, las autoridades le hicieron caso a Mahan y Roosevelt, y comenzaron a construir, entre 1894 y 95, su primera serie de naves de guerra de 10 mil toneladas. Con ellas, Washington iniciaría sus intervenciones: Hawaii, Cuba, Filipinas, Puerto Rico, Haití, Nicaragua, China. Muchas de ellas elaboradas y encabezadas por Roosevelt. De quien, al enterarse de ellas, el Káyser Guillermo II del Imperio Alemán, siempre decía: “¡Ese es mi hombre!”. The Chilean Volunteer.
Texto extraído del libro «La Patria Insospechada» del periodista Rodrigo Lara Serrano, con autorización de Editorial Catalonia, correspondientes al capítulo 15 “Los días del Chilean Volunteer”.